agosto de 2014
APUROS
Publicado: 23-09-2014 en Sin categoría
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Todos
hemos pasado por situaciones apuradas, momentos en que cuanto puede
salir mal sale mal y nos parece que estamos soñando o en una película.
Les cuento una historia, pintoresca donde las haya, en que me vi
envuelto hace algunos años.
En
la primavera de 2003 fui invitado una vez más a Innsbruck, en el Tirol
austriaco, para participar en el IFFI, el Festival Internacional de Cine
que allí se celebra. Cuando todavía estaba en Cuba, mi amigo Helmut
llamó para consultarme algo: “mira, cosa de un mes antes del Festival nosotros tenemos que ir a Cannes, ¿quisieras venir antes y acompañarnos?”.
¿Existirá otra pregunta más inocente que esa? Dije que sí,
naturalmente, y durante cinco o seis días estuve en Cannes sin hacer
otra cosa que ver películas, ir a restaurantes y a la playa. Que por
cierto, es de topless.
Cuando
terminaba Cannes, aún faltaba un par de semanas para el arranque del
IFFI. Se me ocurrió ir a Barcelona. Nunca había estado allí, y ya yo
había cumplido cuarenta años y tenía algo de dinero. En lugar de estar
dos semanas en Innsbruck estorbando a Helmut –habitualmente me quedaba
en su casa–, pensé, mejor me voy a Barcelona por mi cuenta, es una
aventura, uno de esos lugares que hay que ver de todos modos, tengo
amigos allí y, argumento decisivo, están las cosas de Gaudí. Hice unas
llamadas, y resultó que el novio de la hermana de una amiga mía, la
escritora cubana Karla Suárez, podía alojarme unos días en el
apartamento que alquilaba nada menos que frente a la Sagrada
Familia. Mis socios austriacos me llevaron al tren y me dejaron solo.
Atravesé el sur de Francia con una breve parada en Montpellier, entré en
España –donde los rieles son más estrechos– y unas horas más tarde
estaba en Barcelona. Los próximos días fueron de fábula: dormía en un
cuarto que, cuando abrías el balcón, tenías la Sagrada Familia ahí, al
otro lado de la calle, casi al alcance de la mano. Visité a mi amigo
Ramón Fernández Larrea, con quien había trabajado en Cuba en El Programa de Ramón una docena de años antes, a otros conocidos como el locutor José Luis Bergantiños (también del Programa de Ramón), al trovador Adrián Morales… Me sumergí en el piélago de tiendecitas de bootlegs
en la calle Tallers, visité todos los edificios de Gaudí… La segunda
semana me mudé al apartamento de otro conocido, el caricaturista cubano
Félix, en un barrio costero que se llama la Barceloneta. Y aquí comienza
la parte dramática de la historia.
Saqué pasaje por
tren hasta Munich, que está a dos horas de Innsbruck. La noche antes,
Félix tenía que marchar a Madrid, y me dice: mira, un amigo mío vendrá
al amanecer, dale a él la llave del apartamento antes de irte. Por la
mañana entregué la llave y me fui a la estación… para descubrir que
había una huelga de los ferroviarios franceses que afectaba a todos los
trenes entre Cataluña y el resto de Europa, pues claro, para llegar
desde allí a cualquier otro país europeo hay que atravesar Francia. Ya
yo llevaba dos semanas en Barcelona, andaba con una maleta relativamente
pesada y me quedaban cosa de doscientos euros. Me dije: bueno, a casa
de Félix no puedo regresar, mejor tomo un tren hasta la frontera
francesa, desde allí puedo quizás hacer auto stop… En fin, llegué a la
frontera, y de auto stop nada, era peor que salir a la Novia del
Mediodía a coger botella. Después de un par de horas intentando en vano
largarme de allí, se me ocurrió llamar a un conocido en Barcelona que me
había insistido en que acudiera a él ante cualquier problema: el
ensayista y teórico del arte Iván de la Nuez. Le dije: Iván, necesito al menos dónde pasar la noche en Barcelona, quizás mañana la huelga haya terminado… Las huelgas duran varios días, me contestó, mejor ven para acá, yo te compro un pasaje en avión para mañana, y después me lo pagas cuando puedas.
Lo dicho, compré un boleto de regreso y volví a Barcelona con mi
maleta, menos dinero y el rabo entre las piernas. Iván me recibió y se
portó como un amigo de toda la vida: esa noche reservó a mi nombre en un
hotel que no llegué a usar, pues me llevó al restaurant de un cubano, y
los tres estuvimos bebiendo y tomando otras sustancias interesantes
hasta el amanecer. A esa hora me fui a casa de Iván, eché una cabezada
de un par de horas, y mi anfitrión me expidió al aeropuerto.
Calculen mi desconcierto cuando, llegado al aeropuerto, supe que los trabajadores de las aerolíneas se habían sumado a la huelga
de los puñeteros ferroviarios. Mi solidaridad con la clase trabajadora
gala bajó hasta picar en la zona roja. Ahora bien, me dijeron, hay
vuelos que no salen, pero algunos sí. Hitchcock habría envidiado el
suspense que siguió, mientras averiguaba si mi vuelo salía o estaba
condenado. Para mi gran alegría, el enlace con Munich se mantenía. Uf,
ya salí del bache, me dije mientras el avión despegaba.
Pero no, no era
tan fácil. Cuando llegué a Munich me quedaban cien euros. Bueno, pues al
comemierda aquí presente no se le ocurrió nada mejor que tomar un taxi
hasta la Hauptbanhof, la Estación Central de Ferrocarriles. El chofer
del taxi empezó a conversar conmigo, y enseguida a mirarme con
suspicacia: estábamos en 2003, año y medio después del 11 de septiembre,
y he aquí a un cubano sin demasiada pinta de cubano que habla inglés y
algo de alemán, que dice ser cineasta, al parecer tiene dinero y cuenta
una historia inverosímil… Sin embargo, más que la opinión del chofer me
aterraba otra cosa: el taxímetro iba marcando diez, veinte, treinta,
cuarenta euros y aún no llegaba a la Estación, y cuando arribe allí
todavía tengo que comprar el pasaje en tren de Munich a Innsbruck, que
no sé cuánto cuesta, y me quedan sesenta euros… cincuenta y cinco…
cincuenta…
Cuando el
taxista me dejó en la Hauptbanhof me quedaban cuarenta y cuatro euros.
Caminé lentamente hasta la ventanilla. Si el boleto cuesta más me veo
quedándome en la estación cagándome de hambre y frío, reflexionaba, pues
no conozco a casi nadie en Munich e igual no tengo los teléfonos de los
dos o tres que podría llamar, no tengo tarjeta de crédito, soy un
cubano improbable sin nada más que una maleta que cada minuto pesa más y
cuarenta y cuatro euros… Esforzándome por esconder el pánico, pedí un
boleto a Innsbruck.
– Treinta y ocho euros –me dijo el empleado.
El dinero me
alcanzó todavía para comprarme un par de sándwiches repletos de
colesterol, una Coca Cola y un chocolate y desplomarme en mi asiento
como Colón, Marco Polo o Livingstone. Llegué a Innsbruck a la una de la
mañana, fui a casa de Helmut, Helmut no estaba, lo busqué en el sitio
más probable, lo encontré allí, me dio la llave de su casa, me fui allá y
dormí como una momia hasta que el sol estuvo muy, muy alto en el cielo.
Este es mi apuro. Cuéntame el tuyo.
Eduardo Del LLano.